La batalla sangrienta que se dio en Puyo. "La destrucción de los Pindos"
El libro Nankijukima fue escrito por el Padre Enrique Vacas Galindo hace 127 años, este texto histórico invaluable relata las guerras y la vida del Capitán Nankijukima en la Amazonía Ecuatoriana específicamente entre las actuales provincias de Pastaza y Morona Santiago, pero también relata la Batalla de Pinduyaku, donde al mando del Capitán Charupe cometen una masacre contra los Pindos, esto sucede donde actualmente se encuentra la ciudad de Puyo, aquí transcribimos el relato del libro:
"El Pindo, pequeña población de familias jíbaras, reducidas por los misioneros, hallábase a la orilla izquierda del Pastaza, en el medio término del camino de Baños a Canelos. Laboriosos, activos, dóciles al sacerdote mostrábanse los Pindos; sus servicios al pasajero eran imponderables, ya brindándoles posada, y proveyéndoles de víveres, ya transportando cargas, ya haciéndoles pasar por peligrosos ríos. Y las relaciones y alianzas trabadas con los indios cristianos de Canelos eran ventajosas y estrechas. Esto excitó vivamente la cólera de Charupe, gran capitán de los Upanos, quien juró destruir la naciente población.
Charupe bebió el natema en la colina sagrada; y el iuanchi díjole que sin dilación reuniese bajo sus órdenes a los demás capitanes de los upanos Pigro, Yumala, Uisuma, Timasa, etc. y a cuanto soldado viviese cerca del Kanusa (los jíbaros llamaban con este nombre al río Upano), acometiese la población con furor y la barriese de la faz de la Tierra; porque los Pindos eran traicioneros, reos de muerte, indignos de ocupar un rincón del bosque, por haberse ligado a una tribu enemiga y cristiana.
Charupe recorrió todas las tribus del Upano, del Pastaza al Morona, y parecía el mismo Lucifer con su actividad, elocuencia, profunda penetración y airado ceño, agitando numerosas huestes, para llevar el exterminio sobre el pobre Pindo que yacía tranquilo y desprevenido. Persuadió a cuantos le oían que era preciso aniquilar una tribu enemiga, y una población escudada bajo la égida de un rival suyo, el capitán Palate de Canelos; juró que el iuanchi le había prometido segura victoria; que sus trofeos serían mujeres para esclavas del placer y del servicio, y muchas cabezas para disecarlas y hacerles fiestas; que su gloria llegaría hasta las estrellas y su fama cundiría por toda la jibaría; que el iuanchi mismo, a quien deberían ser agradecidos y obedecer todos, se reiría con sardónica sonrisa de la desgracia del Pindo y se complacería grandemente del valor y audacia de los Upanos...
Los Upanos se levantaron como un solo hombre al llamamiento del Capitán, y le siguieron como bandada de halcones que, cubriendo las nubes, vuela en dirección a la codiciada presa.
Increíbles son las precauciones que tomaron para no ser apercibidos por los Pindos, caminaban de preferencia en la oscuridad de la noche a la claridad del día, y más bien daban inmensas vueltas antes que pasar cerca de una casa o tribu que pudiera delatarlos; muchas veces hundíanse en el agua hasta la cintura y otras hasta el cuello o se dejaban arrastrar a nado por la corriente, y así avanzaban leguas enteras, para no imprimir pista que los descubriese en el suelo sospechoso que imprimían sus plantas, y para no ser sentidos ni de los perros, alertas centinelas tanto del pequeño tugurio, como de las majestuosas termas de los hijos del desierto; Poníanse unos tras otros espías y avanzadas numerosas, y ninguna precaución les parecía inútil para dar el certero golpe.
Una noche del mes de octubre, la cúpula del firmamento había tomado un azul sumamente pronunciado y bello en extremo; avanzaba calladamente la infinidad de rutilantes estrellas trazando figuras caprichosas, ocultándose una y apareciendo otras, hacia la cima meridional del cielo de media noche y durante el frío nocturno derramaban los astros su indiferente lumbre sobre las rápidas corrientes del Pastaza. A la algazara, gritos y ruidosa bacanal de una fiesta recién terminada en el Pindo, acababan de suceder el silencio profundo del desfallecimiento causado por la destemplanza y el sueño torpe de la borrachera llevada a su último grado; todos dormían o yacían inmóviles en las chozas del desdichado Pindo, sin sospechar siquiera la catástrofe que les amagaba.
Charupe sabía o adivinaba el estado de impotencia de sus enemigos para defenderse, y quería aprovechar la ocasión de acabar con todos de un solo golpe.
El Pastaza hallábase crecido; no importa, Charupe manda a sus soldados seguirle e imitar su ejemplo; tiende el escudo sobre las encrespadas ondas, apóyese en él, empuja en dirección silenciosa. "No dejéis escapar a nadie guerreros, dijo a los solados; rodead todas las casas, aseguraos de las puertas, matad a todo varón viejo, joven y niño, cortadles la cabeza sin excepción, tomad para vosotros las mujeres jóvenes y no perdonéis viejas y niñas, no importan sean del sexo débil, son seres inútiles; envolved en vuestra rabia hasta los animales, y en seguida, cuando hubiereis muerto todo ser viviente, prended fuego a las casas, de manera que no quede rastro de vida en el Pindo, pero queden si, en cambio, eternas y vivas las señales de haberse cernido allí la tempestad de nuestra venganza..."
Quién puede imaginar la confusión, el terror y los horrores de la realización inmediata de tan horrible sentencia?. Todo se cumplió a la letra con un refinamiento de crueldad indescriptible; nadie escapó como el troglodita Charupe lo había decretado, excepto las mujeres jóvenes que formaron parte del botín del vencedor; los demás perecieron entre ayes dolorosos y gemidos desgarradores a las lanzas de los asesinos o en medio del fuego que los devoraba.
Un solo joven pudo por milagro salir de las llamas y dirigirse a Canelos, caminando dos días con sus noches, a dar la noticia al capitán Palate. Este quedó como azogado, lívido de furor al oír la relación del joven Pindo; llamó al instante a sus soldados: "vamos, les dijo, partamos lanza en mano, corramos veloces como el gato tras el ciervo cobarde, volemos en alas de la venganza tras los asesinos, quizá les demos alcance..."
He ahí el Pindo... ¿Oh que desgarrador espectáculo! Mil cadáveres yacen sin vida; un lago de sangre fresca y humeante aún cubre la tierra; hombres, mujeres, viejos, jóvenes y niños acribillados de heridas, sin cabeza, desgarrados el cuerpo, despedazados los miembros; aquí una pierna, allí un brazo, más allá las manos, los pies... las casas incendiadas, las sementeras reducidas a ceniza, la yuca, el plátano, los animales destrozados... Palate temblando sentóse en tierra, porque no podía sostener de pie la fuerza inconcebible de rabia que lo abrumaba. ¡Oh furor! Exclamó ¡Oh que insano furor me devora! ¡Siento que me come vivo el fuego abrasador de la ira; está encendido mi pecho, como un volcán, en llamas ardientes de frenética venganza!..."Palate arrojaba fuego por los ojos, se sacudía, se retorcía, como el atronador Pastaza, que allí cerca estaba crecido retorciéndose y hundiéndose en sombríos vórtices. Hércules, abrazado con el manto de Medea, habría sido menos sacudido por el torbellino de una desesperación diabólica, que Palate por el ímpetu de la ferocidad y rabia con que se había cometido.
Al fin levantose con presteza; dijo a sus soldados: "seguidme, llevemos esta tempestad de cólera a la casa misma de los asesinos".
El río había crecido mucho más; sin embargo, lo pasaron a la manera que lo habían hecho los infieles; ataron las lanzas a la larga cabellera, tendieron los escudos sobre las hinchadas y agitadas ondas y estaban al otro lado del Pastaza. Pero inútilmente, era muy tarde; Charupe se había retirado con los suyos y llevaba cuatro días adelante; y Palate tuvo que volverse triste con los Canelos a enterrar los cadáveres despedazados de sus aliados.
Varias veces emprendió Palate formales expediciones para tomar represalias de los jíbaros del Upano; dos veces llegó hasta la casa de Charupe y la incendió, después de haber destrozado, como tempestuoso huracán, animales, sementeras, y cuanto encontró allí; hizo también algunas víctimas; pero jamás pudo sacrificar, como hubiera deseado, una hecatombe semejante a la del Pindo sobre las aras del furor de Charupe".
De aquí se desprende que quienes habitaban lo que hoy es Puyo fueron jíbaros, actualmente conocidos como Shuar, los que mantenían estrecho contacto con los Canelenses, que eran una mezcla de Záparos, Kíchwas, Shuaras, Gaes y Shimigaes; estos jíbaros que habitan lo que hoy es Puyo fueron sometidos a reducción por el P. Pedro Guerrero y Sosa; quien sería el primer fundador de nuestra actual capital provincial en el año de 1889, destacándose también la importante labor misionera cumplida por los sacerdotes P. Jacinto Bozano y P. Reginaldo Vaan-Shoote, este último de origen Belga.
(Libro: Provincia de Pastaza, 2da. Edición CCENP 1996. Págs. 34, 35, 36, 37 y 38).